Le puse Luna por su cara calmada
y redonda.
-Traigo
una caracola que cuenta sueños-me dijo el último día mientras me tendía el objeto. Yo le sonreí,
como cada noche, y luego se marchó.
Siempre
aparecía de esa forma: atravesaba las tiendas del resto de refugiados, se
acercaba hasta la mía atraída por el logo rojo y el olor a medicamento, y me
contaba una historia. Era Luna quien contaba sueños, no la caracola; la que me
hacía cerrar los ojos y que pareciese posible la vida más allá de los fusiles y
balas que nos rodeaban. Y solo tenía ocho años.
No
la vi más después del último traslado, pero a veces aprieto la caracola contra
mi oído y la escucho soñar.
*
Esta minihistoria tiene, en realidad, Historia.
La escribí hace tiempo para un concurso de microrrelatos, y eso explica su cortísima extensión; el caso es que al final no la mandé porque nunca tengo la suficiente confianza para enviar lo que escribo a algún sitio serio. Pero, ahora más que nunca, a pesar de no tener una prosa fantástica, ni transmitir demasiado; creo que podemos tener más presente su sentido. Y a Luna.
Esto va por las miles de Lunas que existen ahora mismo, que, realmente, llevan existiendo mucho más tiempo que los cinco minutos que le dedican en el telediario a la hora de comer. Por aquellos que ven sus vidas sometidas a la catástrofe, por aquellos que no pueden hacer otra cosa que abandonar su tierra, su infancia, su casa, huyendo de otros cegados por argumentos quebrados y armas de gatillo fácil.
Pero no solo por quienes lo sufren, sino también por los que escuchan. Por los que oyen los sueños, con caracola o sin ella, y van al foco del desastre. Por los que se arremangan y ponen tiritas, cantan entre el polvo y empujan a la gente. Hacia delante, porque hay más; porque la vida tiene que seguir, y sigue.